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Agustina de Champourcín

FERIA DEL LIBRO, Madrid, 2024

Esto era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha de día
y un rebaño de elefantes…

—Te parecerá una tontería, que tengo una fantasía desbordante, o que me paso tantas horas leyendo que a veces confundo la realidad con mis lecturas, con mis deseos, pero te aseguraría que, no he bebido ni fumado nada, que conste, que me ha parecido ver entre tanta gente que anda por la feria, entre tanto público, tanto mundo tan diverso y tan plural, un señor ya muy mayor pero muy garboso, que era, que era, sí, el príncipe de las letras castellanas.

Cola para una firma de autor.

—Sí, seguramente esté firmando sus poemas en alguna caseta —respondió socarrón Terry— Y si te acercas con uno de sus poemarios te lo firmará.

—¡Qué bobo eres! Ya sé que es imposible, que todo es soñar, que con los libros imagino lugares donde nunca he estado, que puedo recorrer el mundo sentada en mi biblioteca y charlar con cualquier personaje. Con Gabriel de Araceli, por ejemplo, enamorado durante diez Episodios de su Inés. O con Pepinho Carvallo mientras resolvía el asesinato en el Comité Central. O con el coronel Aureliano Buendía muchos años después de conocer el hielo. O arremeter a todo galope de Rocinante y embestir contra el primer gigante que se pusiera delante… todo es soñar.

Terry la miró con ojos compasivos. Siguieron paseando por la Feria del Libro. Había tanta gente que andar entre la multitud era difícil y ambos revoloteaban por las casetas repletas de volúmenes de todo tipo. El sol pegaba de lleno. En una esquina del Retiro, don Benito, postrado en el sillón que le esculpió Victorio Macho, parecía observar aquella muchedumbre con curiosidad, como si anotara en un cuadernillo apuntes para una nueva Fortunata. Un público juvenil aguardaba largas colas para conseguir el premio del autógrafo como si el autor novel se tratara de un ídolo del rock. Un poco más acá, dos adultos con ojos extáticos se derretían con la dedicatoria de un consagrado.

—Hay tanta oferta que no sé qué llevarme. Tal vez un libro de poesía. Este, sí. Azul.

El librero se lo entregó con amabilidad. Siempre hay un momento para leer a Darío, le dijo.

—Yo me conformo con observar a la gente a través de mi cámara. La cara de las personas es el mejor libro que puedas leer. Si las miras bien enseguida descubres si tienen alma de novela o de ensayo, si son tragedia o comedia, tal vez sean un soneto que les manda hacer Violante, o una crónica de sucesos aún sin resolver; si tienen final feliz o escarban por párrafos tenebrosos de existencias marchitas. La vida de las personas es como las narraciones, algunas están llenas de prosas superfluas y adjetivos innecesarios que sólo añaden confusión al lector, a su existencia. Otras, sin embargo, con pocas páginas han manuscrito una novela colosal.

Emilio Pascual, Ezequías Blanco y Pascual Izquierdo: los tres reyes magos de las letras.

—Yo aún soy romántica. Qué bonita aquella historia en la que Francisca Sánchez encontró al amor de su vida. Fíjate, en la Casa de Campo, una pobre mujer analfabeta. Y él apareció de repente, como saliendo de la nada. Y hasta el final de sus días le recordó, muchos años después de aquel encuentro accidental.

—Eso sólo pasa en las películas, o en las novelas rosa, ya no se llevan. Domina la actualidad informativa, el terror de la evidencia diaria, las guerras, los conflictos genocidas, el pueblo elegido contra el mundo. Putin contra Occidente. El amor es un bien escaso, una fantasía en vías de extinción.

Siguieron recorriendo las casetas, el asfalto escupía el calor sobre los visitantes. Terry retrataba a un famoso en una caseta atestada de libros, casi tantos como el público que aguardaba la firma. Carmelita se refugió en la sombra de un magnolio. Un señor mayor con un traje de otra época se le acercó.

—Perdone señorita, he visto el libro que lleva y me han asaltado los recuerdos, otros tiempos de mi vida en los que fui muy feliz cuando la conocí a ella, a Francisca. Su boca de fresa, sus besos de seda y cayena aún llenan mi corazón marchitado. Su andar ligero a mi lado avivaban mis carnes sedientas de pasión, todo era con ella azul y fuego, vértigo y precipicio. Después… después tuve que regresar a mi país y ya nunca la volví a ver. Sí, ya sé que siempre me guardó en su corazón, aún muchos años después, siempre me tuvo consigo a pesar de la distancia. ¿Quiere que se lo dedique?

—Pero usted es… sí, no puede ser, estoy soñando.

Dudaba si era el efecto del calor, el caso es que aquel caballero era igual que el retrato que aparecía en el interior de la solapa del libro. Y jamás tomaba ningún estimulante que le alterara la percepción de la realidad. ¿Sería o no sería él? Dudaba si fuera algún demente o enfermo que pretendiera algún acercamiento morboso a una chica sola. Pero algo, tal vez la sonrisa galante del caballero, le inclinó a entregarle el libro. Y él, con delicadeza, fueron apenas unos segundos, le escribió unas líneas con un lapicero de grafito y se mezcló entre la multitud de visitantes de la feria. Terry la encontró con cara de sorpresa, en tránsito, como si hubiera visto a un ángel bueno, tal vez a un querubín que escribiera poemas de amor o una canción desesperada.

—¿Estás bien? —le preguntó—, estás pálida, ¿qué te pasa?

—No sé, es el calor que me provoca fantasías. Me ha parecido que me hablaba un poeta. No sé, ha sido sólo un momento, pero… bueno, debería hacer como tú, leer más novelas negras y periódicos, las noticias de Internacional, guerras y catástrofes que asolan el mundo, la política, así no tendría sueños rosas.

Perdió la mirada entre la arboleda del Palacio de Cristal, donde unos novios se besaban. Y fue al abrir el libro que se encontró con unos renglones de letra redondilla bajo la foto de aquel hombre:

 “Esta esencia sutil de azahar de versos que lleva el viento es para una gentil princesita tan bonita, Carmelita, tan bonita como tú. Rubén».


Fotos de Terry Mangino