Misterioso asesinato en Vallecas

Con el viento solano (cuentos de verano II)

Agustina de Champourcín

(Nota del editor: Cualquier parecido con la realidad, nombres de personajes, lugares, situaciones y todo lo que aparece en el relato es pura coincidencia, no corresponde más que a la imaginación desbordada y febril del narrador. Todo es puro pulp fiction.  La terrible existencia supera siempre en maldad a la ficción más abyecta. Como dijo Einstein: «Por grande que sea la invención del más excelso escritor con dos cojones es infinitamente más pequeña que la perversión humana». Aunque algunas fuentes de la RAE atribuyen la frase anterior a Camilo José Cela Trulock.)

Doña Rosita y doña Nieves se citan a media mañana en Fuencarral esquina Augusto Figueroa. Un termómetro marca 34º a la sombra.

«He pillado estas sandalias en los muestrarios. ¿Te gustan? A mí me parecen muy de Calipso, enredadas en los tobillos, como si fuéramos ahora a enredar a alguien —se ríe doña Rosita—. Pero me quedan bien, ¿no?, las ventajas de estar delgada, que alguna ventaja debía tener mi intolerancia a la comida. Cosa que como cosa que me sienta mal, que vomito, tengo que andar con mil cuidados. Es que ahora en verano cualquier cosa me llena, no hago más que beber y beber. Y con este calor no soporto el zapato cerrado, ¡al aire, al aire siempre los pies! Aunque ya sabes, ser mujer conlleva sus servidumbres. ¡Que quieres ir fresquita! Vale, pero tienes que ir guapa, no puedes ir de cualquier manera, así que ¡a pintarte las uñas!, y hala, que si la crema hidratante para que no se te agrieten, que si el rojo es muy juvenil y nosotras tenemos nuestros años, que si las pieles de los talones, que si me hace rozadura la correa, y menos mal que yo no tengo juanetes, que tengo los pies bonitos… en fin, que es duro ser mujer y no morir en el intento, que somos esclavas de la belleza. Y total para qué, a nuestros años, para que no digan de ti que te abandonas y que vas hecha unos zorros… No sé, muy de Calipso, ¿no? Bueno, perdona que hable tanto y que ni siquiera te haya dado un beso. Mua, mua. Cómo estás cariño mío, qué guapa has venido. Gafas nuevas, te sientan muy bien. Y el pelo, algo te has hecho.  Aún podemos pillar algo en las rebajas. Vi el otro día en el Mango una falda monísima… Y bueno, después un vermú donde Jesús, en el Cafetín, que ya va siendo hora, ¿hace, no?». Doña Nieves le sonríe y se cogen del brazo, caminan con garbo Fuencarral arriba.

—Sí, te sientan muy bien las sandalias, yo me he acostumbrado a los zuecos, tan cómodos, aunque me digan que parezco una enfermera, con ellos siempre. Después nos pasamos por el Kaotiko, muy juvenil, ¿no? Pero, como tú dices, hay que renovarse, rejuvenecerse. Que no quiero parecer siempre una profe activista, una académica. Toma, te devuelvo el libro del detective Bosch. Brillante, me ha gustado, no conocía ese autor, a Connelly.  

—Sí, ya te dije que en el verano leyeras novelas de intriga, con detonante, en las que pasa algo desde la primera página. Que te olvides de los clásicos, tú, que eres tanto de Góngora y de Benet, aire fresco. Me ha pasado a mí, que me he enredado con Marsé, con su historia oscura de la prima Montse y no sé al final lo que pasa con la protagonista, que no me entero, que Marsé va de misterio y de listo y al lector hay que aclararle las cosas como si fuera tonto, porque si no, sin verlo claro, termina aburrido y no vuelve a leer un libro de ese autor. ¡Ay que ver, Marsé siempre sale malencarado en las fotos! Con cara de cabreo, perdonándole la lectura al lector. ¡Pues anda que Mendoza..! Siempre entre lo sublime y lo absurdo, lo de su tocador de señoras… es que no llegué a la página treinta. Es que paso de problemas. Y más en verano, sólo novelas de misterio, policiacas, negras, de crímenes, de Capote, de Montalbano, de Hercules Poirot, de Harry Bosch, de la Giménez Bartlett, de Sautier Casaseca, de Juan Fernández, de los caballeros Cofrades del Pedal, de Carvalho…

—Cada momento lo suyo. Si hay que ponerse bragas, te pones bragas. Y si no, pues con el pepe al aire. Región no es un libro para mayorías, pero tiene su qué. Oye, a mí me gusta. Leo todos los días casi dos páginas. No puedo con más. Y los top con tirantes se llevan mucho este verano. El otro día me probé tres, pero no me atreví. Me marcaban mucho paquete.

—Muy juveniles, nosotras más que mostrar tenemos que esconder.

—Bueno, eso las que tiene mucho, como tú. Yo con insinuar me conformo, qué quieres. Por la calle aún me miran los hombres. También me miran cuando leo a Freud en el Retiro. No sé, parece que les da miedo que una mujer lea a Freud, que les asustan las mujeres con libros, que se pueda introducir en su interior arcano, en su psique de macho una señora leída, que si marcas tetas les facilitas la existencia, lo ven todo a nivel de la carne, a nivel de hembra mortal. Agatha Christie, por ejemplo, tenía que pasarlo muy mal. A los hombres les aterrorizaba que una mujer fuera más inteligente que ellos, que les planteara misterios incapaces de resolver, que escribiera novelas. Cinco cerditos. La mujer y la amante jugando con la vida del protagonista, un pintor de éxito que se creía superior, a salvo de ellas. Una víctima de la inteligencia femenina, le mata la amante. Un pobre hombre que se sentía un artista genial.

—Pues yo prefiero vivir leyendo. Y ponerme guapa aunque sea para mí. Nena, tú vales mucho, me digo cada mañana.

—Tal vez, cariño. ¿Sabes lo que vale una vida? Menos que una novela. Al final todos terminamos en una librería de volúmenes olvidados que nadie lee, el cementerio. Los libros, en tumbas de papel. Los muertos bajo una lápida que tampoco importa a nadie. Yo prefiero morir leyendo.

—Ay, cariño, tampoco nos pongamos trascendentes. Vámonos de tiendas. Cuando estoy triste me voy de compras. Revuelvo un rato en las rebajas y me pruebo cuatro o cinco trapos. No me gusta nada, pero me pego un subidón, como si tuviera veinte años. Son todo chicos, gays, los dependientes, los escogen así para que las mujeres se confíen, que puedan desnudarse ante ellos sin temor y compren mucho, que se dejen una pasta en la tienda.

—¿Y te pruebas así, delante de ellos?

—Claro. Son un encanto. Incluso les pregunto qué tal me sienta. Uy, ellos encantados, me dicen que estoy guapísima, que todo me queda bien. Vamos, no llevo ni ropa interior.

—Ay, Rosita, cómo eres, yo a tanto no me atrevo.

—Prueba y verás. Cualquier amiga te mentirá, por joderte, vamos, por envidia. Que te queda bien cuando te sienta como un tiro, que eso no, que te hace gorda, que eso no, que te hace flaca. Pero un boy te va a decir que todo te queda estupendo. Para eso les pagan.

—No lo había pensado. ¿Y con la ropa interior es igual?

—Mucho mejor. Yo con una dependienta no me atrevería a despelotarme. Pero desde que hay chicos en el Mango siempre voy sin ella. Me siento como una reina. Y les pregunto qué les parece. Nunca encuentran pegas. Me ven en pelota y ni se asustan. ¡Guapísima, está usted muy ten!, me sueltan. Ni Leticia está mejor que usted. Señora, ¡cómo una reina!

—La mujer al poder.

—Sí, antes de que un asesino acabe con alguna de nosotras, algún trastornado con problemas, algún salido impotente.

— Algún paciente de Freud.

—Perdón señora —y le recoge el bolso.

Un transeúnte ha tropezado accidentalmente con doña Rosita al final de Fuencarral, que con el encontronazo y cargada con bolsas ha dejado caer una al suelo. El hombre, de aspecto extranjero, sudamericano quizás o filipino, arrobado, se la levanta del pavimento y se la entrega.

—No tiene importancia.

El transeúnte continúa su marcha Fuencarral abajo.

Las dos mujeres han llegado al Cafetín. Jesús, el dueño, las recibe con una sonrisa.

—¡Qué guapas que estáis! Cuánto tiempo. Parecéis estrellas de cine. Sentaos aquí —las coloca bajo la sombra de un ficus gigantesco aireado por un ventilador de cuatro aspas—. Hoy tengo unas cocochas de merluza fresquísimas que he comprado en el mercado de Maravillas. Excelentes. Para dos reinas. Y un blanco de Colmenar de Oreja fresquito que entra como el arrebato de un novio en domingo. Y de postre un arroz con leche que acabo de hacer, hay que esperar que se enfríe, y después os voy a obsequiar con un king size de hierbas que me han traído de Chinchón, anisete, albahaca, canela y menta, con mucho hielo, entra que da gloria. Ah, Rosita, me ha gustado mucho el libro de la reina de Tardajos que me prestaste.

—Ah, pues para ti, pásaselo a un amigo. Ya sabes, los libros están vivos cuando se leen, si están en la librería están como muertos.  

—Gracias. ¡Hay que ver qué historia tan terrible! Qué libro más bueno. Una señora con la vida resuelta y mata a su marido, hace ciento cincuenta años, como ahora, un hombre con posibles, para escaparse con su amante, un infeliz, su criado, la tendría muy larga, digo yo, si no, por qué… claro, al día siguiente detenidos, la Guardia Civil no es tonta, garrote vil que les dieron. Para que te fíes de los amantes. Por eso yo, siempre célibe.

—Pero igual pasa ahora. Las novelas sólo son un testimonio barato de la realidad. Estamos rodeados de asesinos, tú, yo, cualquiera de los que nos rodea puede ser un asesino.

—Ay, Rosita, no digas eso. Yo no mato ni a una mosca.

—Todos podemos volvernos crueles, es cosa de encontrar la excusa. Motivos no nos faltan. Tú misma, Nieves, le clavarías un cuchillo en la yugular a tu ser más querido si te diera motivos.

—Ay, no seas burra, yo jamás haría una cosa así, cómo dices eso. No sé ni agarrar un cuchillo. Son para cortar el solomillo, ¿no?, sólo de pensar que me pueda cortar un dedo me cago.

Y los tres se echan a reír.

—Bueno, pues para evitar tentaciones asesinas —suelta Jesús— voy por las cocochas, tenéis que esperar diez minutitos que suden, que suelten su juguillo. De momento vamos por la botella de blanco —y sale disparado hacia la cocina como alma que ha visto al diablo empuñando un cuchillo.

—Se está bien aquí, una copa de vino, una conversación amistosa, disfrutar de la comida, de la ciudad, imposible pensar que cualquiera de los que nos rodean podría ser un asesino. Ese señor, por ejemplo, que va del brazo de esa mujer tan guapa, lo mismo está pensando cómo deshacerse de ella, ha descubierto que le engaña con un joven y no soporta los celos. ¿Te has fijado? Han salido de una farmacia. Puede que haya comprado un tranquilizante para echarle en la comida una dosis letal, quizás ahora esté pensando en cómo deshacerse del cadáver, en comprar un billete de avión y desaparecer en Brasil.

—¡Qué imaginación! Yo sólo veo una pareja feliz que va de la mano, que se cuentan su día a día, seguro que han ido a comprar viagra, nada de cianuros.

—Bueno, lo dejamos ahí. Pero seguramente nos hemos cruzado en Fuencarral con personas con delitos de sangre, ese señor con el que has tropezado, por ejemplo, lo mismo quería advertir a un tercero de la persona a la que se tenía que cargar, tú. Sí, no te rías, alguien quiere eliminarte y ha buscado un sicario a sueldo. Tenía aspecto colombiano, lo mismo trabaja para el narcotráfico. ¿Seguro que no tienes cuentas pendientes con algún cartel?

—¡Estás de coña! —doña Rosita se ríe—, todo mi consumo de droga dura se reduce a novelas policiacas. Ellas tienen la culpa de todo.

—Pues son el mejor espejo donde contemplar el mundo que nos rodea. Ya sabes, usted puede ser un asesino.   

—Sí, lo he pensado, llevo días dándole vueltas a un asunto. Quizás sea mi cabeza, pero presiento que algo no va bien. De cualquier tontería hago una hipótesis. Será el calor.

—Todos tenemos algo que nos preocupa. Seguro que empiezas a rebuscar y encuentras algo inquietante a tu alrededor, algo extraño en lo que no te habías fijado y que, bien pensado, te preocupa.

—Sí. Como que algo no cuadra en mi comunidad de vecinos, una desaparición imprecisa, algo que no adivino. Viene bien salir de compras, hablar contigo y marcharse un rato de Vallecas.

—Ves, lo que te decía, ahora va a salir un crimen de tu cabeza.

—Seguro, la culpa es de los libros, mi menda empeñada en ver crímenes. Hace días que no veo a un vecino.

Se hace un silencio. Ambas amigas se miran. El bar se ha llenado de gente.

 —Ay, Rosita, cuéntame, me asustas. Yo, la verdad, no sé si hablas en serio o si hablas en broma. Hay veces que me das miedo, esa manía tuya de leer libros tan raros, de asesinatos te va a perturbar, como a don Alonso, confundes la fabulación con la realidad. Cuéntame, cuéntame.

—Pasan cosas raras en mi barrio. No todo va a ser mi cabeza.

—Es que no comes bien, estás muy flaca y esa calle tuya está lleno de gente rara. Tienes que pasear más. Salir de ahí, venirte al centro.

—Es un señor muy simpático. Siempre me sonríe al pasar, yo creo que flirtea, siempre va con mujeres jóvenes, ya he visto a muchas salir de su casa, la de ahora es mucho más joven, una sudaca o una filipina, se parecen mucho, se habrán liado. Él la tiene en su casa y ella le hará cositas. Supongo. Hace un mes que no le veo.

La llegada de Jesús interrumpe la conversación entre las mujeres.

—El blanco de Colmenar para las señoras. En dos copas heladas.

Y les sirve generosamente. Después sumerge la botella en una hielera.

—¡Delicioso!

—¡Extraordinario!

—Hay más, todo el que queráis. Me voy por las cocochas.

Ambas mujeres levantan las copas

—Salud.

—Salud.

Echan un trago largo vaciándolas.

—¡Ah, qué rico! —y doña Nieves llena de nuevo las copas vacías—. Así que tienes un vecino que te tira los tejos y no me habías dicho nada.

—Bueno, qué calor —doña Rosita se pega un trago largo de blanco—, tanto como que me tira los tejos… Es amable, educado, galante, de buen ver, un madurito. Se arreglarán entre ellos.

—Ya, y si no, a ti te hace ojitos, sí, estoy sudando, ¡qué calor! —doña Nieves acaba su blanco de Colmenar de un trago.

—No seas peliculera ni saques conclusiones precipitadas, sólo me saluda cortesmente cuando nos cruzamos en la escalera —bebe la copa hasta acabarla.

—Y tú no comprendes cómo un hombre así puede vivir con una colombiana.

—Cada uno en su casa hace lo que quiere. Se ha acabado el vino.

Jesús llega con dos cazuelas de barro y otra botella de blanco.

—Aquí están las cocochas en salsa verde, ¡fresquísimas! Ayer estaban las merluzas tragando mar, tan panchas en Machichaco. Y hoy les van a dar gusto a dos señoras madrileñas. Ya sabéis, mucho meneíto a fuego lento, que la gelatina se disuelva despacio en la cazuela, meneo y meneo, con su guindillita y su ajito, es como un beso con lengua, tiene que ser absorbente y prolongado. Y otro blanco de Colmenar, bien fresquito para disipar esos fantasmas que habitan las cabezas de las reinas ociosas. El postre después, arroz con leche como lo hacía mi abuela Luisa —les sirve con pericia de chef de cinco tenedores. Las mujeres prueban deleitándose el manjar, ponen expresión de gula y los ojos en blanco exagerando cómicamente. Después miran a Jesús con aire de complacencia.

—Tú sí que sabes satisfacer a las mujeres. Riquísimas.

—¡Qué cocochas! Riquísimas. Cásate conmigo, Jesús.

—Oye, yo lo vi primero, es mi amog secreto —y doña Rosita le dibuja un beso de morritos con los labios untados en las cocochas.

—Bueno, pues lo compartimos. Me pido primer.

«Madre mía, qué pedo llevan» piensa Jesús para sí sonriendo y rellenando las copas profesionalmente.

—Y enseguida os traigo el arroz con leche. Mi abuela Luisa me reveló la receta que no dio ni a sus hijas, no se fiaría de ellas, jajajaja, por algo yo era el nieto varón primogénito —y Jesús se retira a la cocina con cara de risa por la alegría de las señoras.

Las mujeres se deleitan con las cocochas durante unos minutos. Se sirven más vino y las sonrisas se dibujan en sus labios. Aflora en sus rostros la felicidad del buen salvaje. Comida y conversación intrascendente, lujos escasos perseguidos por la civilización de las prisas que disfrutan ricamente en el Cafetín, un bar de la calle Fernando VI abarrotado de clientes.

—Pues teniendo cocochas no hacen falta hombres.

—Sólo un cocinero que te las prepare y que te las sirva. ¿Queda blanco?

—Justo dos copas —y doña Rosita las rellena—. Salud.

—Salud, ¡aux armes citoyens! El vino no da problemas, te lo tomas, lo meas y al día siguiente pruebas con otro. Sin embargo, los hombres… ¡Mira que haberte liado con un vecino!

—Pero, ¿qué dices? ¿Estás borracha o qué? Sólo es el vecino del quinto, un señor cualquiera, al que, por cierto, hace ya semanas que no veo.

—Lo habrá emparedado la mexicana —y doña Nieves se ríe a carcajadas—. Sírveme más blanco.

—No queda. ¡Jesús!, ¿dónde estás? Ah, sí, ahí, ven. ¡Más blanco!

Y Jesús se aproxima a las amigas con teatralidad romana portando una fuente de porcelana de Sevres esplendorosa de arroz con leche, como si presentara el tesoro de Guarrazar, como si Odiseo, enfundado en túnica de héroe heleno, obsequiara a Calipso y Penélope con el elíxir de la eterna juventud.

—¡Et voila, et voila el arroz con leche il est la!, señoras marquesas, a sus pies de cabeza —bromea una genuflexión—. Y además, como regalo de la casa el king size anisado de Chinchón, destilado con hierbas secretas —y lo sirve a las amigas.

—Jajaja, qué risa —dice doña Nieves, lo bebe de un trago.

—Jajaja, qué risa —dice doña Rosita, lo bebe de un trago.

—Aquí, esta, que tiene un lío con un señor de su bloque, un pretendiente que se lo hace con venezolanas.

—Qué sólo me ha dicho buenos días y hace más de un mes que no le veo —y se rellena la copa de chinchón—. Anda, Jesús, dinos la receta del arroz con leche.

—Bueno, que te quieres escapar, que estábamos en que tu vecino te tiraba los tejos, que iba a dejar a su sudaca por ti. No te escurras —y se ríe.

—Que no le hagas caso, Jesús, que es un vecino al que hace tiempo que no veo, muy educado, un caballero.

—Que no lo ve porque la filipina con la que vive le ha envenenado y lo emparedado en el trastero para quedarse con la casa, uy, este chinchón es muy fuerte, ¿no?

—Claro, por eso olía tan mal por la escalera, que ya nos lo advirtió el conserje, ¡qué mal huele aquí! A gato muerto.

—¡Lo ves!, que tengo razón, que hay un muerto en tu bloque, que investigues, que a ti se te da bien, que le preguntes a la mexicana dónde está el marido desaparecido. ¿No querías escribir una novela?, pues ahí tienes el titular, el detonante, digno de EL CASO: “Colombiana disuelve a su protector en ácido porque le ponía las manos encima” —y se ríe sujetándose la tripa—. Ya ves tú, cómo para no ponerle las manos encima a las sudacas, que son todo tetas y culo, culazos y culazos. ¿Qué le has echado a las cocochas, Jesús?, ¿la pimienta de la risa?, jajajaja.

—Yo es que tengo que ir al baño, que me meo toaa con tus tonterías. Anda, Jesús, ayúdame, que no sé si voy a llegar sola.

— Después voy yo. Estoy como mareada, será de tanto reírme, hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Fíjate, la Rosita de investigadora privada en su bloque persiguiendo filipinas —suelta doña Nieves, carcajada va, carcajada viene.

—Sí elemental, mi querido Watson, el esqueleto apareció en una finca de Cuenca donde mi vecino iba a pasar los fines de semana con la filipina, un anillo lo identificó: “Con el amor de Jade”. Ay, hay amores que matan… de risa, jajajaja. Jesús, llévame al baño, que me hago pis.  

Jesús las conduce al baño y espera que se serenen. Los clientes miran la escena con gesto compresivo entre risas cómplices. «La culpa ha sido mía por ofrecerles el chinchón, no están acostumbradas a beber y se han pasado. Llamaré a un taxi para que las lleve a casa, así no llegarían ni a la esquina». Unos minutos después las dos amigas salen del baño con caras descompuestas.

—Perdón, Jesús, todo estaba riquísimo, las cocochas, el arroz con leche… Y tú tan caballero como siempre. Lo siento, se me ha ido la cabeza con el vino.

—Perdón, Jesús, perdona las tonterías que hemos dicho, lo del muerto y la filipina, todo riquísimo, lo siento, no estamos acostumbradas a beber y con ese blanco tan rico hemos hecho el payaso. Eres un cielo.

—No os preocupéis, ya vienen los taxis.

(Continuará)

Publicado el lunes 31 de julio de 2023


Fotografías de Terry Mangino captadas por el barrio de Maravillas, también llamado Malasaña, y la Gran Vía, Madrid