Rafael Alonso Solís
Cada Navidad los dioses que gobiernan el mundo se cubren con las pinturas de guerra y, con un par de pinceladas ensangrentadas y un tocado de colores, escenifican el contraste entre las luminarias de Times Square y la vida bajo la masacre permanente que transcurre en algún rincón de Oriente Medio. Sólo cambia el nombre de la aldea, el color de la tierra, las localizaciones elegidas para hacernos sentir con más precisión el miedo a la explosión, para que discutamos una vez más sobre la forma de proteger nuestra endeble forma de vida, la de los países ricos frente a la de aquellos en los que se juega la batalla, se ensaya la estrategia del terror y se diseña el modelo de chantaje. Si ayer fue Gaza o Bagdad, hoy es Alepo donde la guerra permanente impone la aceptación de moverse entre escombros, de inhalar el polvo de la destrucción en cada esfuerzo por obtener una bocanada de aire, de que quienes únicamente llevan unos meses sobre la tierra maldita aprendan a seguir con la mirada la llegada del misil, a contemplar su aterrizaje un instante antes de escuchar su estallido, a soñar, si acaso, con un paraíso sin edificios derruidos, sin hambre, sin sed y con la cara limpia de la mezcla de mocos y sangre que mancilla su inocencia. Decía Cicerón que las guerras injustas son la que se acometen sin causa. Pero, ¿cuál es la causa de las que se acometen? ¿Quién da la orden? ¿De que sirve la política, esa vieja arpía, que sólo parece servir para decidir el momento del disparo, la hora del expolio, el instante adecuado para cometer el crimen? La explicación visible tiende a utilizar la venganza como la clave argumental de cada catástrofe, pero la decisión se ha tomado lejos, ni siquiera en la retaguardia, sino en un despacho bien amueblado, probablemente en las antípodas del conflicto. Al fin y al cabo, el resultado siempre será ventajoso para alguna de las partes, tal vez para las dos, ya que la situación más dramática para los inocentes suele ser la más apropiada para agrandar con las manos las heridas del oponente. Atrás habrá quedado la última mentira, inventada a medida de cada justificación y necesaria para dar salida a los excedentes de armas que no pudimos colocar en la temporada anterior. La guerra era teológica cuando dioses y diablos escribían los guiones y tramaban la perdición de los mortales. Ahora la puesta en escena se adapta al estilismo de las series de la HBO y los terroristas pueden vestir los trajes cortados por el mismo sastre que viste a los actores de Tarantino. Sin embargo, la guerra es la misma y la teología sirve al mismo amo al que sirvió hace millones de años, en los albores de la conciencia, y puede que sólo sea posible entenderlo si cada uno mira a su interior y decide, al menos por un instante, no perdonar a ningún asesino, aunque sea uno de los nuestros.
Cementerio americano en Omaha Beach, Saint Laurent sur Mer, Normandía, Francia. Las fotos de arriba corresponden a las protestas en Francia contra la guerra de Bush en Irak, 2002. En el fondo son las mismas guerras, aunque sea otra época, otras justificaciones. Los muertos en las guerras siempre son los mismos, los indefensos parias vasallos de los dirigentes y traficantes que rigen el mundo, o las guerras.
University of La Laguna
Enlaces de interés: