La dama bifronte

Ana Rodríguez de la Robla

                   Cuando tenía dos años dejé de hablar. En ese tiempo hubo en mi vida cambios que seguramente me indujeron a una rebelión. Las revueltas suelen encontrar en el ruido, en el griterío, en la algazara, su razón de ser y de expresión. En mi caso, el arma arrojadiza de la disconformidad con el entorno fue el silencio. Fueron meses de mutismo constante, de desolación familiar por encontrar la causa y el remedio al súbito no-hablar. Nada ocurría salvo el silencio, ese silencio que en sí mismo era todo un acontecimiento, casi un argumento literario de la más estricta antiliterariedad.

                   Decía Aristóteles que el habla es un lujo sin el cual la vida es posible. Mi episodio infantil fue la prueba fehaciente de tal máxima. Algunos meses más tarde volví a hablar como si nada hubiera pasado, y también aprendí a leer. Recuperé el lenguaje como se recupera un pañuelo suavemente deslizado del bolsillo. No quedó rastro aparente de la herida que me selló los labios. Todo volvió a su curso normal con la misma espontaneidad con que la apacible superficie del mundo se quebró. Pero lo cierto es que la realidad no se alteró por no señalarla con palabras. La realidad seguía allí con su devenir independiente de las flexiones de la voz humana. La realidad fluía en medio del silencio articulado.

                   Ese ejercicio de sublevada introspección seguramente tiene mucho que ver con el «hecho poético», si es posible la tautología de la expresión. Lo poético está ahí con independencia de que se traduzca o no a un código descifrable. Lo poético es. La palabra no importa. Lo poético es, en su esencia, sin palabras. El esfuerzo de la traducción mediante el vehículo del habla —o de la palabra escrita— es un esfuerzo traidor. El fulgor poético, su esmalte oscuro, no precisa de la construcción civilizada del lenguaje, ni siquiera de la belleza taimada de la grafía. Es el lenguaje con sus santos y sus señas el que acude a abrevarse en la poesía y no al revés.

Lo poético es, en su esencia,

sin palabras

 

                   Que lo poético subsista aun en los márgenes de la palabra lo salva de ser un mero acto orgánico, reflejo. La poesía es como un líquido amniótico en que se agita y se alimenta un feto intranquilo. De esa oscuridad emerge el niño que ve la luz y grita. Al abrir los ojos y emitir su vagido —ese grito que es el telón que separa la primitiva epifanía de la luz del refinado reino de la sombra— nace a lo sensorial, al pháinomai, y así a la brutalidad de la bestia que actúa guiada únicamente por su instinto. Abandonar las húmedas tinieblas significa dejar atrás el territorio de la memoria, la identidad y el límite. Pero ese abandono es momentáneo: implica un recorrido de ida y vuelta. El niño que nace es un Orfeo que aún no sabe su destino, aquel por el que debe regresar a lo oscuro. Si regresa con el llamado de la muerte es simplemente un hombre, que regresa como lo hacen, llegado el momento preciso, todos los hombres. Solo si regresa en vida es un poeta. En todo caso, el ciclo del ser empieza y termina en lo negro. «Una noche miraré tan fijamente en la oscuridad que terminaré dentro de ella», dijo Rothko. La oscuridad es el principio y el fin, o tal vez es el único lugar posible, del que jamás se sale y del que nunca se retorna. Un lugar forzosamente mudo.medusa_web

                   En los Diarios de Kafka pueden leerse dos entradas tan reveladoras o más que muchas otras informativas o prolijas en las que recoge su actividad, sus encuentros o  sus reflexiones literarias. Una de ellas expresa: «Cuántos días han pasado, mudos otra vez». La otra, simplemente, apunta: «Nada». Curiosamente, Kafka se detiene a detallar la presencia del vacío, del mutismo, del silencio escriturario. Podría haber pasado esas páginas en blanco, haber dejado esos días huérfanos de observación caligrafiada alguna. Y sin embargo, con esa mudez, con esa nada, construye un par de entradas sumamente elocuentes. ¿Por qué Kafka transcribiría en su diario el espeluznante fracaso que encarnan el silencio o la nada, si no fuese porque el silencio y la nada en realidad no son tales, sino algo sustancial y trascendente, a la vez que eterno? Nada. En esas cuatro letras se encierra como en un inmenso cuadrilátero la callada y sin embargo fractal acción del creador, la acción que, aun desarrollada sin palabras, sin embargo es, y es además fuera del tiempo. Del mismo modo, los días transcurren tácitamente y, a pesar de ello, merecen una señal en la página intacta, un rasgado sinuoso du noir sur le blanc, una lanza como el trópaion testimonial que los griegos dejaban en el campo de batalla, a modo de aullido impronunciado mas constante, revivido en cada giro cotidiano de la Tierra alrededor del Sol. La lanza proyectada sobre el suelo por la acción solar es la voz engastada en la garganta cercenada del trofeo; una voz que no suena pero se escribe en esa línea concreta de sombra: línea oscura, breve, lisa y certera como el trayecto de una vida que va y vuelve sin descanso. La cítara de Orfeo en realidad es una lanza que en su vuelo discurre al infinito.

                   Como se arroja la lanza —de alguna manera el poema— se tienden las manos al vacío. En ese avance de las manos, en ese gesto teatral y un poco inútil tan frecuente en los poetas cuando hablan o recitan, se quiere apresar lo inaprensible, o más bien delimitarlo, dibujarlo y ofrecerlo. Pero, ¿cómo aprehender, cómo perfilar, como entregar lo que no suena? Es el mismo ademán del vate ciego, que se hace la ilusión de trazar sus versos en el aire y de portarlos como velas en la oscura llaga de su noche. Es el mismo ademán de Orfeo, que extendió su mano hacia Eurídice en un gesto de llamada y en ese mudo gesto la perdió. Es el mismo ademán del arúspice, que alarga sus dedos hacia las entrañas de la víctima sacrificada, convertidas en boca improvisada, para buscar una palabra sin sonido, el eco aún no nacido del futuro por llegar.Antonello_da_Messina_Virgin_Annunciate_web

                   En su Pequeño tratado sobre Medusa, Pascal Quignard narra el recuerdo que guarda de su madre con las manos extendidas hacia él, en un intento de capturar un discurso que se le queda «en la punta de la lengua». En realidad, ese acto podría funcionar como espejo del propio escritor: el espejo de su memoria, que actúa como gorgónico elemento petrificador; quizás el Quignard niño convocaba con sus manos a su madre en sustitución de las palabras que  no era aún capaz de silabear. El caso es que, con la lectura de esa escena, me viene a la cabeza la hermosa tabla de Antonello da Messina que se puede ver en el Palazzo Abatellis de Palermo , tal vez —o tal vez no— una encarnación de la Virgen, en que una dama sentada ante un librito abierto en un atril adelanta su mano en el espacio y hacia el espectador, manteniendo sus labios cerrados y un rostro enigmático. Una estampa que podría ser adecuada para representar a esa madre balbuciente que vive en el recuerdo de Quignard y sobre todo, y sin duda, una certera imagen de la oralidad suspensa.

                   En la poesía y en la música hay dos alientos semejantes. La palabra pronunciada es la música del poema, de la misma manera que la realización musical es la banda sonora del papel pautado. Pero ambas pueden existir sin sonar en tiempo real. Don DeLillo, en su evocador Contrapunto, recoge una ilustración perfecta de esta idea: en su último concierto en público, en la ciudad de Boston, Thelonius Monk se quedó súbitamente inmóvil ante el piano. Thelonious_Monk_webPermaneció «presionando las teclas, sin sonido, durante tantísimo tiempo que sus adláteres terminaron por abandonar el escenario. Estaba oyendo algo que ellos no oían». Monk, como la dama-virgen de Massina, como un vate sumergido en la tiniebla, también mantenía sus manos extendidas sobre el teclado, generando aparente silencio, sugiriendo notas calladas desde la punta de la lengua de sus dedos, en un ademán esencialmente poético, rezumante de significado. En la nada, en el mutismo, el mundo sonaba: era la música del silencio, «el más estruendoso de los ruidos», según Monk; el mismo silencio en que el músico se recluyó con irreductible obstinación en sus años finales, en el regreso a la tibieza húmeda de la iniciática penumbra, porque el sonido en sí ya no le era necesario. La lira orfeica enardece sus trinos en el camino señalado de las sombras.

                   Así que el poema no por mudo deja de ser poema. Vuelvo con esto al inicio de mi exposición, lejos de estéticas en que se pretenden sublimar unas formas de discurso sobre otras, lejos de debates en que el conocimiento y la comunicación y sus múltiples variantes y evoluciones se enfrentan, lejos de vanos cacareos sin entidad y sin calado. En algún lugar escribí ya que la literatura es desperdicio. Un libro —volo dicere: los textos impresos en sus páginas— no es sino material de reciclaje. La apariencia del poema es una pasión inútil, es un objeto dócil de sustitución, es el gemido transcrito de un autor que rompe su mudez para apiadarse por un instante de sí mismo, con la ternura animal y un tanto atávica del que sabe que todo lo que empieza acaba antes de volver a empezar, que todo encuentra su razón únicamente en la celebración de sus exequias como senda ineludible para, de nuevo, ser. Este «destino espectral» del que habla Agamben, que acecha a todo poema escrito o enunciado, no concierne en cambio a lo poético, que sobrenada cualquier materialización posible y por ende su propia finitud. La poesía es una suerte de hablar callando, un mover los labios sin dejar paso a la voz, un pájaro afónico posado en la palma de una mano que se extiende hacia un oyente que no existe y que escucha con la esponjosa densidad de un liquen fraguado a la sombra de una piedra. La poesía es esa dama bifronte que impasible y en silencio asiste al círculo del orto y el ocaso del poeta.



Otras palabras de Ana Rodríguez de la Robla:

Volver una y otra vez

Troncos

El pozo y el péndulo

3 pensamientos sobre “La dama bifronte”

  1. Rafael Alonso Solís dijo:

    Sencillamente luminoso, y en el que tras las necesarias palabras –sin las que aún no se publican los textos– se atisba y se siente el poema.

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  2. Pascual Izquierdo dijo:

    Deslumbrante reflexión de doña Ana de la Robla sobre el misterio del lenguaje poético, que sólo aspira a la desnudez esencial, esto es, a rescatar las vestiduras del silencio. Mi felicitación por esta nueva demostración de su enorme talento.

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  3. Gracias a ambos ❤

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