Gabriel de Araceli (texto). Terry Mangino (fotos)

          —NADIE SE ACUERDA DEL SEGUNDO, es el primer derrotado, el peor puesto posible. La gloria y el honor quedan para el primero, para el ganador. La amargura y el olvido para el segundo, para el perdedor.
La chavala lloraba amargamente, estuvo a punto de ganar la san Silvestre femenina. Llegaba escapada desde la salida. Pero en la entrada al campo del Rayo una keniata le adelantó. Y en la línea de meta, apenas fueron dos metros, su segundo puesto le sabía a derrota. Su entrenador trataba de animarla.
—La gloria siempre llega, más pronto o más tarde. Siempre se saborea la recompensa del triunfo.
No hay gloria sin triunfo, sólo la victoria nos compensa del sacrificio —pensaba la chavala. Tenía ganas de vomitar. Le dolían las piernas, los pies, los brazos, el cuello, la cabeza, las orejas…. Ni escuchaba.

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La keniata Cheltu cae desfallecida cuando marchaba en cabeza en el Km 20,3 del Maratón de Madrid, 2018.

         —Recuerdo aquella tarde de verano de 1987 en el viejo Vallehermoso. Se había reunido la historia del atletismo. El estadio fue un clamor cuando apareció Alberto Juantorena, El Caballo, inmenso en sus 192 cm de altura. Ya había pasado su mejor época. Era casi un viejo para la velocidad, 37 años, corría por un puñado de dólares. Le resultó fácil, ganó con una pierna a una selección de atletas a los que sacaba veinte años. Se retiró poco después. Juantorena había asombrado al mundo once años antes, en Montreal, en los juegos de 1976, doble campeón olímpico y récord del mundo en 800. Fidel se apresuró a fotografiarse con él a su regreso a La Habana. Había ganado a la poderosísima selección yanqui. Un blanquito en el reino de los negros. El triunfo del socialismo…

 

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Alberto Juantorena en el Estadio Vallehermoso, Madrid, 4 de junio de 1987.

La chavala recupera poco a poco el aliento tumbada en la hierba. Una fila de atletas entra jubilosa por el estadio muchos minutos después. Pero ella quería la gloria y se le fue cuando tan cerca la tenía.

—Pero el que lo pasó mal fue Edwin Moses. Era otro gigante, 188 cm., y aún estaba en forma por aquella época. Llevaba 122 victorias consecutivas en sus 400 vallas. Nadie podía con él. Los atletas americanos son muy reservados. No se parecen en nada a los cubanos, que son unos charlatanes y le pegan la hebra a cualquiera que quiera oírlos. Juantorena, entre sonrisas, firmaba autógrafos sin parar, los chavales se disputaban su firma. Aunque la mayoría de los niños no sabía quién era Juantorena, lo hacían por petición de los papás que así conseguían el recuerdo que ellos no se atrevían a pedir. Juantorena venga a firmar autógrafos. ¡Papá, papá, ya lo tengo! Su rostro era la felicidad pura. Sin embargo, en la otra esquina del estadio, aislado del mundo, Moses trotaba por el irregular césped con la mirada concentrada en el infinito.
—Los jueces llamaron a los vallistas y allá que se fueron. El viejo Vallehermoso sólo tenía seis calles de un tartán machacadísimo, pero los espectadores estaban tan cerca de los atletas que sentían su respiración, su traspiración, su agotamiento, veían sus rostros desencajados por el esfuerzo. Moses ocupó la calle 5, casi la mejor por el amplio radio de la curva, su zancada poderosa no se resentía por la fuerza centrífuga que expulsa a los atletas al exterior. Eso les obliga a hacer un esfuerzo de compensación y se arriesgan a invadir la calle externa y la consiguiente descalificación. Pero Moses no tenía rivales, sus competidores era dos atletas nacionales y tres teloneros americanos, entre ellos Danny Harris, al que había triturado en la final olímpica de Los Ángeles tres años antes. Salieron como liebres. En la curva del 300 Moses ya había recuperado toda la compensación del que le precedía, el estadio jaleaba a los participantes, solo le resistía Harris, dos calles más atrás, que también había rebasado la compensación de su predecesor. El estadio explotaba de júbilo, aquellas gacelas etéreas saltando sobre las vallas, de puntillas por la pista. Moses volaba a la altura del 250 y Harris se mantenía agazapado. Los otros atletas veían como aquellos galgos se distanciaban. El estadio era un clamor, la gente golpeaba con estruendo las chapas publicitarias. Moses corría y corría, Harris corría y corría. Pero algo sucedió de imprevisto, Harris se aproximaba a Moses y en la curva del 200 parecía que estaban a la par. El griterío empezó a acallarse y el jadeo de los atletas se alzó sobre las gradas. Y en la línea de meta, tras la curva del 100, el silencio se apoderó del público porque Harris estaba en paralelo a Moses, faltaban 60 metros, Moses jadeaba, Harris jadeaba. El estadio enmudeció, se oían los clavos en el tartán. Faltaban dos vallas y Harris y Moses iban emparejados. Una valla y Harris se deslizaba apenas medio metro por delante de Moses. Aquellos últimos diez metros duraron una eternidad: 1 segundo. Todo el estadio asistía atónito a la tragedia de Moses, Harris se proclamaba ganador, ni siquiera miró a sus rivales, perdedores en una guerra de 48 segundos y 27 centésimas. A Moses la derrota le provocó vómitos, su cuerpo se retorcía en el césped pisoteado del Vallehermoso. Había perdido por primera vez una batalla. Ser segundo era la nada para aquel dios del Olimpo. Pero pocos días después Edwin Moses ganó el campeonato del mundo en Roma y batió el récord de los 400 vallas. Alcanzó la gloria.

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Edwin Moses sufre amargamente tras la derrota que le infligió Danny Harris en Madrid, el 4 de junio de 1987.

        La keniata ganadora saluda a la joven promesa vallecana. Otra vez será, parecen decir sus dientes blanquísimos. Y le tiende su mano para trotar juntas unos metros. La vallecana, abatida, no tiene fuerzas para levantarse.

           —Peor aún le fue al australiano Peter Norman en la final de los 200, en México 68. Entonces el mundo era diferente al de ahora —el entrenador hace una pausa y mira al cielo que amenaza lluvia—. Sí, unos meses antes, en abril de aquel año, un neonazi había asesinado a Martin Luther King, un pacifista que luchaba por los derechos de los negros americanos. Nunca se aclaró exactamente quién estaba detrás de aquel asesinato. Aquello desató el odio entre los negros, que constituyeron un partido clandestino, el Black Power, lleno de militantes que no dudaron en aplicar el terrorismo para denunciar la marginación que sufrían y crearon un ejército de combatientes: los Black Panther.  La tensión racial se desató en los USA: negros contra blancos, blancos contra negros. You can’t hurry love, cantaban The Supremes. Tampoco la gloria. En mayo, en París se armó una buena porque los estudiantes de la universidad de Nanterre aseguraban que bajo los adoquines estaba la playa. Los adoquines se los tiraron a los CRS, los gendarmes, pero de playa, nada de nada. Y para colmo, en el mes de junio, un lunático, eso dijo el FBI, asesinó a Robert Kennedy. Después, en julio, los B52 bombardeaban Vietnam mientras que a los jóvenes yanquis les daba por fumar marihuana y escuchar música entre las flores: love, love me do. Y en agosto la Unión Soviética invadía Checoslovaquia. En fin, el mundo andaba bastante revuelto…

                  La chavala escucha al entrenador y mira a la keniata con ojos metafísicos. Adónde irá esa gacela negra, se pregunta. El cielo descarga lentamente sus lágrimas.

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Cristina Blázquez vuela en solitario sobre el asfalto de la Gran Vía, 11 de mayo de 2014.

       —Y llegó octubre, unos días antes del comienzo de la olimpiada hubo una matanza terrible de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco, en pleno centro de México Distrito Federal. Así que aquello no pintaba nada bien, los juegos estuvieron a punto de suspenderse. Pero se celebraron. Y llegó el momento en que los americanos negros empezaron a batir récords. Bob Beamon saltó 8,90 metros en longitud; Fosbury, un blanquito excéntrico asombró al mundo porque saltaba altura de espaldas al listón. Y otro negrito, Jim Hines, fue el primer atleta en bajar de los 10 segundos en los 100 m. Hizo 9,95, un tiempo aún hoy imposible para la elite. Y llegó la final del 200. Estaban los mejores velocistas, aquello prometía un espectáculo jamás visto. Sonó el disparo de salida. La velocidad de reacción de Tommy Smith, que corría por la calle 3, fue eléctrica, tanto que en 30 metros ya le había tomado la compensación a John Carlos, que corría por la calle 4, aunque al entrar en la recta de meta, a la altura del 100, se contuvo un poco. Parecía que Carlos podría mantenerse con chanzas a falta de 50 m., miraba nervioso, perdió la concentración y Smith le ganó con facilidad. Para colmo, un blanquito australiano, Peter Norman, se le coló en el último metro. Smith pulverizó el récord del 200: 19,86. Era el triunfo de los negros. Todo el mundo se quedó petrificado con la explosión de poderío de aquellos atletas.

La chavala ha recuperado el resuello. A pesar del aguacero siguen llegando corredores sonrientes porque para ellos la gloria es traspasar la meta.

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Bajo la lluvia en el Km 19 del Maratón de Madrid, 2015.

             —Y despreciando la gloria y ahuyentando todos los miedos, aquellos atletas negros decidieron protestar para que todo el mundo supiera los agravios que la población negra, sus hermanos de color, sufría en USA. Así que, cuando sonaba el himno americano, Smith y Carlos saludaron en el pódium con el puño en alto enguantado en negro. El símbolo del Black Power. Peter Norman, un blanquito ajeno a todo aquello se solidarizó y se estampó en el pecho una pegatina con los colores de las reivindicaciones de sus compañeros. La que se lio fue tremenda. Avery Brundage, el presidente del COI, que no se opuso en Berlín, 1936, al saludo nazi, los quiso expulsar de la villa olímpica. Brundage era en el fondo un segregacionista blanco. A ninguno de aquellos atletas le fue bien cuando regresaron a sus países de origen. A Smith y a Carlos los marginaron, se quedaron sin trabajo y fueron represaliados de todas las formas posibles. Los expulsaron de la selección de atletismo. Smith tuvo que vender su medalla de oro para sobrevivir. Norman ayudó económicamente a Carlos, el tercer hombre, durante unos años en los que no contaba con ningún tipo de ingresos. Norman denunciaba con su gesto el trato que los aborígenes australianos recibían de su país, en el que ni siquiera contaban como ciudadanos. Y a pesar de que poseía el récord australiano de los 100 y de los 200 —los 20,06 segundos de México son aún hoy, cincuenta y un años después, récord de Australia— y que estaba en plena forma no lo seleccionaron para los juegos de Munich, en 1972. Australia no entendió a Peter Norman, su lucha por los ignorados de su país chocaba contra el supremacismo blanco dominante en aquellos años 70 y 80. Le excluyeron, le condenaron al ostracismo. Una infección en el tendón de Aquiles le costó una gangrena y perdió la movilidad en una pierna. Sufrió una depresión y acabó con problemas de alcohol y drogas. Peter Norman murió en la ignominia de un ataque al corazón en 2006. Smith y Carlos llevaron su féretro a hombros. Fue su mejor victoria, el agradecimiento y el honor que le dispensaron sus compañeros del 200. Ahora, el gobierno de Australia le ha rendido un homenaje de respeto y le ha erigido en Melbourne, el pasado 9 de octubre, una estatua como tributo a su valentía y su defensa de los derechos de las poblaciones minoritarias. Ha sido una rehabilitación póstuma. Los laureles y la gloria le han llegado por fin a Peter Norman, ganó su carrera, aunque fuera 51 años después.

La chavala le guiñó un ojo a su entrenador y se levantó. Buscó a la keniata con la mirada, se sonrieron, trotaron juntas varias diagonales sobre el césped mojado por la lluvia.

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Peter Norman, Tommy Smith y John Carlos en el pódium del 200 lisos tres recibir sus medallas, México 68. Los tres llevan la pegatina del Black Power sobre su escudo nacional. Photo: Associated Press.