Gabriel de Araceli (Texto y fotos)

                        LEER SOBRE LOS DUROS BANCOS DE ESPERA DE UN GRAN HOSPITAL. El paciente ha leído libros enteros (El guardián del centeno, J. D. Salinger. No le gustó) durante las esperas en esos tortuosos bancos de chapa metálica. A veces el paciente toma apuntes y escribe secuencias de un guion que duerme su noche eterna olvidado en una librería. Hoy se ha llevado «El hombre que amaba a los perros», de Padura, un habanero que ama La Habana. Se lo recomendó su cirujano de digestivo en una de las consultas en las que hablan de literatura. A veces hablan del estado de salud del paciente, que es a lo que va al hospital. Leer sobre los duros bancos de espera en las urgencias. Una vez el paciente estuvo doce horas sentado en los duros bancos de espera, tenía una hemorragia por el recto. Por donde don Camilo absorbía una palangana de agua de un chupetón anal. En lugar de absorber como don CJC, el paciente vertía un líquido sanguinolento. Hacía dos semanas que le habían extirpado el tumor y le quedaba mucho líquido abdominal que debía evacuar. Se pasó doce horas en aquel duro banco de las urgencias del hospital. No tenía control sobre sus esfínteres y cagaba aquel líquido sanguinolento con vergüenza. La tensión en las urgencias se cortaba con un cuchillo. La gente es muy mal educada, la gente cree que tiene más derecho que nadie. Los otros pacientes, que están también muertos de dolor no existen para la gente, que se cree que son ellos los importantes y los que tienen preferencia. Y parece que se establece una carrera de exigencias para que te traten primero basada en los méritos dolorosos propios. La gente es muy mal educada y se pone nerviosa y trata mal a los médicos y a las enfermeras y a los administrativos que les asisten en las urgencias porque tardan el tiempo que requiere la cosa. Y los enfermos se creen que todo es automático y que las pruebas y las radiografías y los análisis y las ecografías y las resonancias son instantáneos y no entienden que todo necesita un esfuerzo y empiezan a suspirar y a poner caras agrias y levantan la voz y después se quejan chillando y por más que les dicen que les están atendiendo y que esperen, porque no hay otro remedio, la gente se enfada y se altera y pierde la compostura y el decoro y se ponen bordes como si fueran a descabellar a un toro y miran para los médicos como si tuvieran el estoque en la mano, o en los ojos. ¡No sabe usté con quién está hablando!

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          El paciente leía y leía sobre los duros bancos de chapa metálica mientras la tensión iba subiendo. Al final estalló casi con violencia y tuvo que venir Seguridad para poner orden, para que los pacientes y los acompañantes no increparan a los médicos o a las enfermeras o a los administrativos. Pero no fue suficiente porque la gente es muy mal educada y muy borde y la emprendieron a gritos y a insultos con los seguratas porque la gente es muy mal educada. Y vinieron hasta los guardiasciviles. No intervinieron, sólo rogaron a la gente que se tranquilizara. Y la gente maleducada se tranquilizó. La gente maleducada se observaba con miradas perdonavidas, venga a decir que ¡vaya hospital y que vaya médicos y que vaya seguratas y que no pagaban a la Guardia Civil para que entrara en un hospital! Y que ellos pagaban sus impuestos y que les iban a oír y que los políticos eran unos canallas y que les robaban a los ciudadanos y que la corrupción y que si tal y que si cual, y que no iban a votarles más. Y después, ¡hala!, se pusieron todos a hablar a gritos por teléfono a pesar de que estaba prohibido. En las salas de espera de urgencias de los hospitales está prohibido hablar por el móvil. Lo pone en carteles muy grandes cada cinco metros: Prohibido hablar por teléfono. Apague su móvil. Prohibido hablar por teléfono. Apague su móvil. Pero nadie hace caso, todo el mundo habla por teléfono a gritos, como si quisiera contar a los demás sus problemas. Además, llevan unos teléfonos enormes y carísimos. Cuando suenan los teléfonos carísimos se oye un soniquete hortera que pone los pelos de punta a los calvos que esperan sobre los bancos de chapa dura de las salas de los hospitales doblados por el dolor, en las urgencias. Todo el mundo habla a gritos conversaciones banales en las que se cuentan sus aburridas existencias y se reprochan o se insultan por teléfono: Eres un ¡chingado de la gran chingada! O se besan y se aman: ¡Amog mío, te quiero tanto!

          Pasan muchas cosas en las salas de espera de las urgencias de los grandes hospitales. La gente está muy malita y busca remedio a sus males. Y ves por el pasillo a personas en sillas de rueda con un rictus de dolor y de agonía, o van gentes muy flaquitas con el rostro descompuesto, o con mascarillas, o con oxígeno, o con muletas, o acompañados por un familiar que se desvive por ellos. Y las salas de espera de urgencias están siempre llenas de personas muy feas y muy mal vestidas, horriblemente vestidas porque son muy humildes y llevan años con su enfermedad, o están aterrorizadas porque sospechan que sus males son muy malos y se espantan sólo de pensar que puede llegar pronto su final porque lo que tienen no tiene buena pinta. Y en los hospitales hay un montón de gente de todas las razas, nacionalidades y clases sociales, que hablan lenguas raras, algunos muy bordes e irascibles que parecen los malos de una película de Alex de la Iglesia, pero que son personas y no actúan, porque las urgencias no son un cine. O sí. Y otros pacientes son educadísimos y elegantísimos, que parecen maniquíes del Vogue o de Elle. Y hay otros que parecen salidos de la revolución chavista. Y los bancos de las salas de espera de las urgencias de los grandes hospitales se llenan también de viejecitos que acaban de venir desde un pueblecito de la sierra, con su chaqueta de pana y su boina de domingo y no saben cómo sentarse porque se creen que molestan. Y hay otros viejecitos vencedores, que parecen sacados de un anuncio de esos en los que venden vacaciones y snorkle para jubilados en los celotes de México lindo y querido. Y hay tipos calladitos que lo observan todo, sentaditos sin decir ni mu en los duros bancos de espera de los grandes hospitales. Y hay otros, mayores, que hablan por los codos y se enrollan con el vecino de banco incómodo y le cuentan lo ¡guapos que son sus nietos!, y que su hijo mayor conduce un furgón de custodia de dinero que va recogiendo las recaudaciones por los Ahorramás, y que está muy contento porque llevaba tres años sin trabajar y que no gana mucho pero que lo mismo el año que viene lo hacen fijo y entonces, ya, lo mismo gana mil euros, que no está nada mal en estos tiempos. Y el otro mayor, que no es tan mayor, le cuenta que trabajó treinta y cinco años en la fundición Aristrain y que lo prejubilaron, y que le quedó una pensión muy mala, y que ahora se pasa todo el día escuchando las manías que tiene su mujer, que siempre le está molestando porque no se pone el traje nuevo que le compró en las rebajas de un utlé para ir al médico, que él está más cómodo con el jersey de lana. Y el paciente está deseando irse a su casa porque le duele la espalda y el pecho y las piernas y el culo y los brazos y no sabe cómo ponerse por más vueltas que da en los bancos duros de chapa de las urgencias. Y el paciente se estira y se encoge y se pone de pie y se sienta y se pone de nuevo de pie. Y su número no sale en la pantalla porque hay tantos enfermos y tanta gente malita venida de toda la provincia que las esperas se hacen interminables. Cuando le llaman, ¡por fin!, brinca del banco de chapa incómodo y al principio le cuesta mantenerse en pie porque tiene el cuerpo anquilosado y como de cartón-piedra de tan larga espera. Y entonces camina los primeros pasos dubitativo y con miedo, pero enseguida recupera su compostura y pasa a una cabina y enseguida pasa a la sala de radiografía. Y una señora, muy educada y muy amable, que tiene una vocecita que casi no se la oye le dice que te pongas así y asá y asado y él se pone así, de espaldas, y asa, de perfil, y asado, con los brazos en alto. Y le dicen que muy bien y que yastá y que te puedes ir. Y el paciente se va a la otra consulta porque le están esperando desde hace ya treinta minutos. Y cuando pasa al lado del banco de chapa, ese tan incómodo, le dan ganas de sacarle la lengua. Pero no lo hace porque hay otra paciente con aspecto de india sudamericana con un teléfono carísimo y muy grande que habla a gritos y que le dice a un conversador al otro lado del móvil que le ¡quiere mucho, amog, amog, no sé qué haría sin ti, mi vida! Esperar y esperar en las salas de espera de las Urgencias de los grandes hospitales es lo que tiene. Sí, es como asistir a un concentrado de la realidad cotidiana, es escuchar las tristes existencias de las gentes que se sientan en los bancos, enterarse de sus tristes vidas, de sus tristes problemas, de sus historias descarnadas y de sus enfermedades tan malas y de sus inquietudes y de sus miedos y de sus necesidades y de sus esperanzas, la triste realidad de las tristes vidas de las tristes personas que están en el mundo, a nuestro alrededor. Es como si, de repente, buceáramos en nuestra aburrida y triste vida.

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         Y por eso no queremos saber nada de la existencia de los otros, porque nos recuerdan la nuestra y nosotros nos creemos diferentes y mucho más guapos y mejor vestidos que ellos. ¡Dónde va a parar! Y nos ponemos nerviosos y nos enfadamos y miramos de forma asesina a los médicos y a las enfermeras y a los administrativos y a los seguratas y a los guardiasciviles…Y somos, en el fondo, igual que todos esos que se sientan a esperar en los bancos incómodos de chapa gris de las urgencias de los grandes hospitales. Un hospital es tu vida misma. Y ahí, sentados en los bancos incómodos de los grandes hospitales nos pasan la película de nuestra vida que no queríamos ver. Las salas de espera de las urgencias son el mejor cine al que podemos asistir porque está lleno del drama diario de vivir, de nuestros íntimos deseos, de nuestras profundas frustraciones y de alguna alegría cuando te dicen que no tienes nada, que estás más sano que un rosal en primavera.