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Cuando alguien se refiere a la “unidad territorial de España” –lo que, con cierta ingenuidad, podría sugerir la idea de hogar, de refugio o de plaza pública–, parece hacerlo como si se tratase de un recinto, una ciudadela o un cortijo. El concepto de unidad se desborda con facilidad por sus márgenes y acaba mutando sin remedio hacia el de integridad, término sugestivo de cierto dinamismo, pero susceptible de precipitarse hacia la inalterabilidad de las cosas. El discurso invernal del rey tiene siempre ese tono y esa música de fondo, lo que, junto a los tapices que adornaron la escena en la última representación, indican un posicionamiento nada ambiguo en torno a su idea de España. _DSC0846_web2La misma que parecen compartir las dos fuerzas políticas a las que hemos dado el poder en este país durante las últimas décadas, cautivas de un españolismo de cartón piedra e incapaces de liberar al país de sus demonios. En un poema de su libro Moralidades, Jaime Gil de Biedma escribió que “de todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, porque termina mal”. En el caso del discurso real, la combinación de los tapices y bordados, junto a la elección del color de la corbata y de otros adornos escenográficos, no reflejan otra cosa que el ejercicio repetido de un oportunismo institucional. Escenificar el mensaje en los salones de palacio, en lugar de hacerlo en el despacho de trabajo o en la salita en la que se reciben las visitas, ha sido el elemento innovador aportado por los guionistas, en una especie de retorno al pasado glorioso de los tercios de Flandes. No hay que olvidar que el rey sólo es un empleado que cobra del presupuesto, y que los guionistas no son otra cosa que una prolongación del gobierno, responsables de escribir el discurso, revisar el estilo y ubicar los adjetivos sonoros en los lugares más adecuados para la entonación. El esfuerzo principal consiste en no decir nada. En el fondo, se trata de una suerte de deconstrucción, gracias a la cual el análisis posterior del discurso lo llevan a cabo los mismos que lo diseñaron, con objeto de poder alabarlo sin reparos y manejarlo a su antojo, haciendo como si les resultase ajeno o se asombrasen de su propia finura, de su precisión y de su gramática. Con lo cual el discurso se legitima o no por sus autores, que no sienten rubor ante el ejercicio de cinismo repetido, como si no fuesen los arquitectos de una trama agotada. La misma idea de legitimidad es tan despreciable como poco fiable, al tener su origen en la violencia creadora como resultado de algún tipo, aceptado o no, de dominación, al ser la consecuencia final del uso de las armas. ¿Qué significa, entonces, el territorio y qué sentido tiene su inalterabilidad? Me temo que se trate de conceptos etéreos, que se mueven entre la nada y la gallina, pero con un indiscutible potencial de distracción.

Rafael Alonso Solís